Cuando volví, las bombachas ya no estaban. Había un poco de luz y casi nada de ruido. Una de mis compañeras tenía la laptop sobre la almohada y la otra leía un libro. Saludé y dejé la habitación.
EN OSLO, conocí el primer hostel donde el recepcionista no pretende ni el más mínimo nivel de responsabilidad que todo trabajo debe tener. Allí, los tres jóvenes que alternan mañana, tarde y noche son serios de verdad. Cada uno tiene un perfil diferente - traga, eléctrico y vikingo -, pero son igualmente serios.
EN OSLO, hace frío y llueve, incluso cuando el pronóstico marca un 0% de probabilidad de precipitaciones.
Es una ciudad de avanzada, de esas donde los conductores ceden el paso a los peatones, los mendigos tienen smart phones y los ancianos hablan inglés. Muchos, pero no todos, son obstinadamente rubioblanquecinos y altos.
Por eso, no entiendo por qué, caminando por la calle, me hablan en noruego: mido un metro sesenta y uno y ni en la nomenclatura más errada sería caucasoide.
Las únicas dos personas que se acercaron y me hablaron en español me invitaron a la conmemoración de la muerte de Jesús. ¿Cómo se dieron cuenta de que hablo español? Presiento que es porque uso poncho. ¿Por qué me invitaron a la conmemoración de la muerte de Jesús? Ni idea.
Es una ciudad de avanzada, de esas donde (...) los mendigos tienen smart phones
La Ópera de Oslo parece una de esas construcciones modernas, catalépticas. Líneas quebradas y mucho vidrio. Visité la Ópera varias veces: un poco por interés y bastante por necesidad (de una fuente de calor).
La entrada de la Ópera está precedida de una coqueta alfombra roja, acompañada por dos hileras con velas a los costados. Fue con una de esas velas que casi prendo fuego mi paraguas, mientras intentaba cerrarlo. El paraguas, que originalmente costaba $5 pero que pagué $4, tiene un defecto en el cierre (sin mencionar el clásico efecto copa que hace cuando hay viento). Para cerrarlo, entonces, encontré una técnica: lo empujo contra mi panza, haciendo fuerza desde el mango. La escena me hace ver como una señora en sus cincuentas, luchando con un guanaco que hurga gusanos en su ombligo. La elegancia de un sombrero de paja.
Cuando al fin el paraguas hizo click y ya me preparaba para encarar la puerta giratoria, una mujer me preguntaba - en noruego, claro - si el mapa que ahora ella sostenía, era mío. (Con el frío, es fácil perder la movilidad y la sensibilidad en las manos.)
Me invitaron a la conmemoración de la muerte de Jesús.
Oslo es la Edad Media del primer mundo. Muchas calles mantienen el empedrado y la gente parece haber olvidado qué es un teléfono de línea.
Tenía sesión telefónica con mi psicoanalista y necesitaba una tarjeta para hacer llamadas internacionales; tarea compleja en la era de:
Skype,
Whatsapp,
Viber,
Facetime
y Google Hangouts.
Me habían recomendado buscar este tipo de tarjetas en un Shopping. Como no la encontré, fui a kioskos, supermercados y hasta un hotel sin éxito. Pensaba regresar al hotel y mandarle un mail, avisándole que no podría tomar la sesión.
En ese momento, escuché el grito de un hombre que se acercaba corriendo por la calle, señalándome el local donde podría encontrar la tarjeta. Primer paso cumplido. Ahora, me faltaba conseguir un teléfono de línea.
En mi hostel, el recepcionista serio vikingo me dijo que su teléfono no podía realizar llamadas internacionales: sólo recibirlas. Me quedaba un poco más de media hora y, en ese tiempo, hice un tour por la ciudad buscando quién podría prestarme un teléfono de línea.
Así, entré en:
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un negocio de artículos de danza,
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dos galerías de arte,
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un pub irlandés,
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un restaurante italiano,
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un puesto kebab
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y una casa de colchones.
A poco de cumplirse la hora de mi sesión, y con la motivación de un niño el 26 de diciembre, entré a un hotel. Algunos clientes y una recepcionista que tenía dificultades en el habla: se pasó la hora. Apenas unos minutos, que luego fueron algunos más debido a los treinta y dos dígitos que tuve que marcar antes de escuchar ¿Hola?. El mismo ¿Hola? que escucho cada jueves.