No pude descifrar ninguna de las tres frases con las que cada mañana me saludaba el encargado. (Ni tampoco sé qué le contestaba yo.) No aprendí a pronunciar el nombre de la estación de subte más cerca de casa. No entendí por qué la tapas y contratapas de los libros de manga tienen colores pero las páginas están impresas en blanco y negro. Y, ¿quién paga los paraguas transparentes que regalan cuando llueve?, ¿por qué hay cuervos en esta ciudad?, ¿a partir de qué hora pueden los hombres utilizar el vagón del subte destinado sólo para mujeres?, ¿por qué son tan populares los limpiadores de orejas?, ¿nadie se cayó, alguna vez, en el cruce de Shibuya?, ¿Sailor Moon tiene el mismo uniforme que las colegialas o son ellas las que se lo copiaron? Las impresiones de la cuarta semana son tan frescas como aquellas de la primera. Tokyo, la ciudad más al Este, lingüísticamente más remota y más samurai que conozco. Tokyo, como la primera vez que me subí a la montaña rusa: nunca dudé de su atractivo sino más bien de mis posibilidades de supervivencia. Ahora quiero una segunda vuelta.